top of page
PAPELES
Alvaro Morales Collazo
Nunca hubiera esperado en Raquel esa reacción a mi escupitajo en su ojo. Si bien había calculado algo, lo suficiente como para darme alguna ventaja en los primeros segundos y poder escabullirme mientras se recuperaba de la sorpresa doble, por el escupitajo y por su propio grito activado como un resorte, no hubiera esperado nunca ese alarido bizarro de animal moribundo. En los veinte segundos que duró el grito, yo metía mi cuerpo delgaducho entre dos columnas y tomaba el corredor en penumbras. En los veinte segundos siguientes, mientras Raquel recuperaba el aliento y poco a poco la adrenalina iba tomando el control lo suficiente como para que su gesto fuera acercándose a algo decente, yo alcanzaba la puerta y luego la calle. Antes de que ella supiera lo que ocurría yo ya había arrancado el auto, que había dejado estacionado justo en la puerta.
Llevaba poco más de veinticuatro horas sin celular y me sentía extraño, como si hubiera dejado de fumar. Estaba en esa etapa de optimismo artificial y fingido, donde ante los primeros signos fisiológicos de la abstinencia, nos convencemos de que en realidad no lo necesitamos. Pero había algo más que las primeras etapas de la abstinencia. Había algo que se sentía bien, como si al destrozar el celular me hubiera extirpado al mismo tiempo un microchip de la cabeza. Nadie podía llamarme. Ni ubicarme. Tenía los papeles del auto en la guantera y la libreta de conducir habilitada. No había razón para que alguien me estuviera buscando. Le acababa de escupir un ojo a mi cuñada, tan sólo eso. Y lo había hecho porque se lo merecía, desde hacía mucho tiempo, tanto como lo había merecido su madre, que se salvaba porque la muerte se había resignado y ya se la había llevado hacía unos años. Por transitiva, la hija heredaba el escupitajo, que sumado al que ya por ella sola se merecía, tomó la consistencia de un pegote de difícil contención en la boca, y que con el ojo de epicentro le invadió media cara. Había estado mucho tiempo aguantándome, años, décadas. El tiempo había pasado por sobre la vieja, pero en ese momento, que me sentía liberado y que estaba fresca la noticia de que la muerte pronto también se dará por vencida conmigo, no estaba dispuesto a perder la oportunidad con la hija. Podía tacharlo de mi lista de pendientes cuando estuviera de regreso en casa. Y también podría tachar el punto anterior.
Había necesitado una gran sangre fría para cumplir ese punto. Consistía en algo así como romperle las piernas a determinado personaje. Aquél que se quedó con mí puesto y que ahora me ordena. Sabía su rutina al dedillo, no en vano hacía casi cinco años que trabajábamos juntos. Me puse una mascarilla y lo esperé al atardecer en una esquina determinada. Cuando el tipo dio vuelta a la esquina le salí al paso y le propiné varios golpes con un caño de hierro en las rodillas. Luego, corrí media cuadra, giré en la esquina justo a tiempo que gritaban los primeros vecinos, me saqué la mascarilla, ingresé al coche y me fui bastante tranquilo. Lo de Raquel vino un poco más tarde.
La lista había comenzado a gestarse en la sala de espera de la sala de oncología. Era fruto de un estado especial de conciencia, una clase de limbo donde a veces parecemos habitar, flotar, transitar como colgados de una percha. Si el tiempo era tan absurdo como un mes, era una obviedad de perogrullo el tema de la lista de diez cosas pendientes que había que hacer. De modo que  la había comenzado a pensar ya antes de estar del todo seguro, como una forma de defensa, una manera de estar preparado. Los primeros puntos eran irrisorios, pero a medida que avanzaba la lista los siguientes iban ganando complejidad. Romperle las piernas al ex-compañero era el cinco. Y el de escupirle un ojo a Raquel era el seis, lo que demostraba lo importante que era este hecho para mí, lo mucho que lo había fantaseado, la significación oculta que podía tener para la familia. ¿Quién usaba esa expresión en el pasado? ¿Mí padre la usaba para dar a entender que hace siglos los amos escupían en los ojos de los esclavos? ¿Lo había escuchado de él o era uno de esos inventos que propicia la mezcla de recuerdos?
Ahora me dirijo a cumplir el punto siete. Y la lista tiene diez. Pero en cuanto al tiempo que me queda, recién he comenzado.
Al salir de casa había visto un papelito en la bisagra del portón de la calle. Era bastante improbable que el viento lo hubiera puesto así y ahí. Alguien lo había doblado con cuidado y lo había puesto apretado en ese espacio entre la bisagra y la pared, de forma que si se abría el portón el papel caería al piso. No entendí la artimaña en el momento, y eso que algo sé. Salí y al papel lo arrastró la ventisca. Pero seguí pensando. Cumplí el punto cinco y me quedé reflexionando en lo insegura que se ha vuelto la ciudad. En cualquier esquina, un loquito cualquiera te puede romper las piernas con un fierro e irse como si nada. Eso era escandaloso. Entonces vino a mí un recuerdo de hace unos días del programa de televisión de la tarde, donde hablaban de los nuevos códigos delictivos. Otra vez me quedé pensando. Creo que aquél libro de Psicoanálisis que leí hace tantos años aún me hace mal e intento entender por qué pensando en el papelito me viene el recuerdo de ese programa de mierda. ¿Qué tiene que ver el papel en la bisagra con los nuevos códigos de los delincuentes? Entonces me di cuenta. Lo entendí a la perfección. Fue como si los astros se alinearan en un segundo y sólo ante mi vista. Creo que eso fue lo que me brindó el resto de valor que me faltaba para enfrentar a mi cuñada. De una forma u otra todo parecía prefigurado, preestablecido, ajeno por completo a mi leve chispa. El papelito propiciaba el punto siete de una forma que ponía los pelos de punta. Todo parecía predestinado. Escupirle el ojo perdió su relevancia histórica, su oscuro talante de reivindicación generacional, de cáncer retorcido y maloliente que luego de décadas ha comenzado a consumirse a sí mismo. Con el punto siete tan a la mano, la gracia del seis se volvió irrelevante. Sólo debía cumplirlo para llegar al desafío siguiente, que por el orden ascendente de la lista, expresaba una complejidad exponencial, una exquisitez de cambio de grado, de elevación silenciosa y sublime. El cambio entre besar a esa chica que siempre dijo que no, ese quiste del pasado, que como si fuera un hechizo que después de cumplido se esfuma, a romperle las piernas a alguien, había sido exponencial. De la misma forma el cambio entre escupirle el ojo a Raquel y el punto siete, era tanto más complejo que no intentaba calcular las diferencias.
Llegué a casa pero seguí de largo y estacioné el coche a una cuadra de distancia. El sol se acababa de ocultar y parecía el momento justo para lo que venía pensando. Todas las luces de la casa estaban apagadas, no sabía bien por qué. Como si esto también fuera parte del itinerario prefigurado. Todo era perfectamente funcional al plan que había elaborado sobre la marcha en las últimas dos horas, como si sólo hubiera estado actuando de antena, percibiendo algo pensado por alguien más.
Sonreí al ver en la bisagra del portón otro papel doblado. El primero se había volado. Este era otro. Alguien había vuelto a ponerlo. Me alegré por lo predecible que se vuelve lo impredecible cuando le hemos encontrado la vuelta. Es como si un día alguien aprendiera de golpe el lenguaje de los grillos y entendiera que todo el tiempo se cagan de la risa. Es el Mozart que no recuerda la época en la que era un Protomozart, pero no un Mozart aún. Aquél que no recuerda el proceso que lo ha llevado a ser lo que es. Saqué el papel, ingresé y esta vez volví a colocarlo, con tanta firmeza como lo había encontrado. Entré en la casa y me quedé unos segundos en silencio, esperando que mi visión se ajustara a la oscuridad. No podía encender ninguna luz. Como otro elemento del gran plan, había dejado el revolver de papá encima de la mesa de la cocina. Y ahora veía en la superficie metálica el tenue brillo de la luz de la calle que entraba por la ventana sin cortinas. No debía hacer nada. Sólo esperar.
Y así me encuentro en este preciso momento. Luego de un rato de esperar en la oscuridad ya veo como un gato. Hace segundos saqué del bolsillo del pantalón la lapicera y el papel de la lista. Taché con satisfacción el punto cinco y el punto seis. Y ahora, mientras dudo si tachar el siete o no, escucho el forcejeo en la ventanita del baño justo como había pensado que ocurriría. La pared exterior da a un sector del jardín oscuro y tapado por la sombra de unos arbustos sin podar. La luz de la luna ha ingresado poco a poco por la ventana de la cocina, inundando la sala y el corredor. Si se hubieran tomado el tiempo para adaptarse a la penumbra me hubieran visto ahí tirado, con la pistola en la mano, esperando. Escucho el ruido claro del forcejeo. No será necesario que rompan el vidrio. Hace ruido el pequeño metal al ceder. Listo, la han abierto. Y sonriendo, con unos segundos de antelación, tacho el número siete de la lista.
 
 
 
 
Nombre: Álvaro Morales
E-mail: pnpagc@hotmail.com
bottom of page