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EL AUTÓMATA
Álvaro Bonanata
Llegó al bar y eligió una mesa junto a la ventana. La más alejada del televisor. Colgó el abrigo en el respaldo, sacó un bloc y lo puso sobre la mesa. En la primera hoja dibujó la palabra AUTÓMATA, la subrayó y se dedicó a observar la blancura del papel. Estaba vacío de ideas.
El mozo se acercó.
-Un café.
-Enseguida – contestó el mozo y se retiró.
Él se puso a contemplar nuevamente la hoja en blanco: no se le ocurría nada, no sabía cómo bosquejar el autómata.
Miró a través de la ventana, el día gris, la lluvia, la gente caminando apurada sin poder evitar mojarse, los autos.
El mozo volvió y depositó sobre la mesa, junto a la hoja en blanco, un pocillo de café, un vaso con soda y dos sobrecitos de azúcar.
El olor de la bebida lo estimuló. Decidió olvidarse por un rato del problema que representaba la hoja en blanco. Iba a dedicarse a saborear el café.
Volcó el azúcar y comenzó a revolver. La cucharita chocó contra algo emitiendo un ruido metálico. Extrañado miró dentro del pocillo, pero no logró distinguir nada, el café era oscuro y hasta tenía espuma. Tanteó con la cucharita y volvió a sentir un tintineo. En efecto, allí había algo.
Buscó la manera de sacar lo que había dentro. Introdujo un dedo en el café pero no tocó nada. Probó metiendo toda la mano. No obtuvo resultados. Se arremangó y metió el brazo hasta el codo. Con la yema de los dedos logró apenas rozar una pieza de textura metálica. Apoyando la cintura en el borde, y sosteniéndose firme con la mano izquierda, aguantó la respiración, se metió en el pocillo y tomó el objeto. Al fin logró sacarlo.
Lo secó con una servilleta. Lo apoyó sobre la hoja  y lo admiró: una pieza metálica de unos cuarenta y cinco centímetros de alto y base cuadrada de dos centímetros.
Observó su impecable cromado, el detalle de las terminaciones, las puntas redondeadas. Experimentó con las partes móviles de su interior.
La hoja ya no estaba más en blanco. Estaba manchada de café. Emocionado tomó el café, pagó y se fue.
Al día siguiente eligió la misma mesa y pidió otro café.
Nuevamente la cucharita tropezó con un objeto metálico. Pero esta vez había venido preparado: sacó del bolso una pinza con brazo extensible, suficientemente larga, y con facilidad extrajo la pieza del pocillo. Después de secarla la estudió y encontró la manera de encastrarla con la pieza del día anterior. Sintió un suave “clic” que lo hizo estremecer de placer. Apoyó el conjunto sobre la hoja, ahora muy manchada de café.
Tardó solo siete días más en tener pronto el prototipo del autómata con las piezas que iba extrayendo de los pocillos.
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