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EL TESTIGO
Mónica Marchesky

 

“Para nada me asusta el peligro, pero si la consecuencia ultima: el terror”.
Edgard Allan Poe
 
 
Todo fue un suceso de acontecimientos que llevaron a la situación de la que pienso, no voy a sobrevivir. Frente a mí, está mi amigo Robert, y no creo poder salvarle la vida. La de él, ni la mía, dos almas estúpidas a las cuales no les asusta el peligro.
 
Todo comenzó aquel fatídico sábado en que expondría una conferencia de Física cuántica en la ciudad de Boston, concretamente en la Universidad de Massachusetts. Como me encontraba en la zona de Boston Common, decidí tomar el tren.
Llevaba conmigo una cantidad de papeles, folletos anunciando la presentación, un abrigo, porque vendría de noche, ya que la idea era recorrer también Forest Hills y tomar algunas fotografías o filmar el interior del cementerio, por lo cual metí en el bolso de color azul, la filmadora HD de última generación.
 
El sol de la tarde de un otoño recién anunciado, hizo que me adormilara unos minutos, en los cuales perdí toda referencia de mi estado y de mis cosas. El bolso color azul cayó al suelo, también de color azul y ahí se quedó cuando me bajé.
Haciendo un recuento de las cosas, caí en la cuenta de que me faltaba. Corrí por el andén unos metros, pero, el tren ya había emprendido su recorrido.
 
Maldije mi descuido, me recriminé el haberme quedado dormido. Traté de calmarme y me dirigí a la oficina de la estación. Ahí había quedado mi conferencia escrita, los folletos y la filmadora. Tendría que improvisar, eso no sería un contratiempo, pero la filmadora era lo que más lamentaba. Declaré la pérdida y con un malhumor de perros me dirigí a la Universidad. Eran las 12:30hs, la conferencia sería a las 14:00.
Me metí en un restaurante de la zona a tratar de tragar algo, pero la rabia hacía que las cosas que me rodearan fueran desabridas. Todos estaban alegres, hablando, riendo, nadie se percataba de lo que corría por mi interior.
            - ¿Se siente bien? ¿Quiere ordenar ya? –era la voz de la camarera.
Le hice un gesto y no le contesté, quería gritarle lo que me había pasado, contarle lo estúpido que había sido, pero ya se había retirado con un:
         -Vuelvo en un momento.
Ordené un menú y no comí postre, me llevé una botella de agua. Debía calmarme porque si no en lugar de una conferencia de física cuántica sería un tratado de improperios y referencias para no quedarse dormido en un tren.
El coloquio se desarrolló de acuerdo al programa, me hice un resumen gráfico de los temas más importantes y me dirigí a un grupo de estudiantes de física, deseosos porque les comentara mi exótico trabajo con el comportamiento de la materia en pequeñas dimensiones, el intercambio de energía entre partículas y la improbabilidad de saber con exactitud su posición. Luego de la charla, hubo un debate, preguntas y respuestas a los que se sumaron otros colegas de distintas áreas, entre ellas estaba mi amigo y compañero de estudios, Robert, a quien hacia un tiempo no veía. Quedamos de vernos en la cena, la que estaba anunciada enseguida de que los expositores terminaran su presentación.
Me senté junto a Robert en un sillón de la sala a tomar un aperitivo y le conté mi percance. Trató de tranquilizarme diciéndome que son cosas que pasan, que estamos con muchas preocupaciones en la cabeza, que a veces se nos escapan los pequeños detalles y todas esas cosas que dicen las personas ajenas a los hechos. Me preguntó si había formulado la denuncia y concluyó con que diera por perdido el famoso bolso azul; que ya podría comprar otra filmadora e inmediatamente desvió la conversación hacia el trabajo que estaba haciendo, los proyectos, su familia, el coche y cosas tan banales que tuve que contenerme para no saltarle al cuello.
 
Sí, mi filmadora también era una cosa banal, pero era mi segundo ojo, era la que me mostraba esa otra visión de lo que me rodeaba, me sentí como quien pierde a una mascota muy querida.
Recordé los tiempos de estudiante junto a Robert. El peligro era nuestra forma de vivir, los desafíos, los retos, las decisiones a último momento, ese Carpe diem en el que nos movíamos ¿Dónde había quedado? ¿La sociedad y sus hábitos nos habría transformado? Todo eso pasaba por mi cabeza mientras Robert seguía con su perorata. La charla se diluyó con la llegada de otros colegas, un saludo a la familia y con un gesto nos dijimos que nos comunicaríamos en cualquier momento.
Luego de la cena, estaba totalmente convencido de que la pérdida era inminente, incluso ya había pensado en comprar otra filmadora, tal vez un poco más sofisticada. Me decía que era hora de cambiarla y que prácticamente era una porquería que no valía la pena pensar más en el asunto.
El regreso a casa en tren me resultó menos pesado, me había colocado el saco y no llevaba nada en las manos, no me importó dormirme hasta el destino. Llegué cerca de las 20:00 horas, una suave brisa corría por los árboles haciendo llover hojas. No me acosté enseguida, deambulé por la casa, miré hacia la calle, escuché los ruidos nocturnos. Mis ojos recorrían todos los rincones. Subían por la escalera a la habitación, reptaban debajo de la cama, se metían en el baño, trepaban los muebles, se tiraban en picada hacia la alfombra del living, hurgaban detrás de los cuadros. Cuando caí en la cuenta de mi obsesión, me dije que era hora de dormir. El reloj marcaba las 23:30 hs. Exactamente once horas me separaban de los hechos.
 
Me despertó el sonido del teléfono, en la planta baja, insistente. Había silenciado el celular, en domingo casi siempre lo mantengo dormido, esta vez con más razón, ya que no quería ver a nadie.
Bajé pensando quien sería, ¿mi vecina? ¿mi madre? ¿de la Universidad? ¿del laboratorio?
               -¡Buenos días! –me habla una voz del otro lado. -¿El señor James Boddeley?
              -Con él habla
         -Nos comunicamos de la sección de objetos perdidos de la línea B, se encontró un bolso –seguía casi sin respirar- color azul y en unos folletos que contenía, estaban sus datos. Hay una denuncia de su parte ¿Me puede decir que contiene?
            -Bueno, unos folletos, como bien dice, unas carpetas –me demoraba en pronunciar una filmadora, hasta que por fin lo dije.
            -Está todo, puede pasar a buscarlo.
            - ¿Todo?
No me contestó, me dio la dirección y que pasara a la brevedad porque en domingo la oficina estaba abierta solo de mañana.
Cuando tuve el bolso en mis manos, hurgué dentro de él y efectivamente estaba todo. ¡Increíble!, me dijo la oficinista, no lo podemos creer, en los tiempos que corren que se encuentre este tipo de cosas en una línea de tren que ha recorrido como veinte horas, donde las personas suben y bajan continuamente, pero ve usted, que hay gente honrada.
 
El bolso en cuestión estaba muy sucio, sin duda había tenido una larga vida en esas veinte horas. Pegotes sanguinolentos en el asa y en el fondo se multiplicaban a ambos lados. Lo metí en una bolsa para tirarlo al tacho de basura cuando saliera. La filmadora estaba llena de huellas, la limpié a fondo con alcohol y la dejé secar. Al encenderla, me di cuenta que la batería de unas dos horas y media, estaba casi agotada. Yo la había dejado cargada.
 
Fui al menú para ver lo que había pasado y al entrar a un archivo desconocido, se me heló la sangre. Corrí a la pantalla del televisor y la conecté para ver más grande, no quería perderme detalle.
Una filmación de lo que parecía ser un médico forense estaba sobre el cuerpo de una mujer. Estaba tiesa, pero los ojos los movía como si estuviera con vida. La mujer estaba de frente, desnuda y miraba decididamente a la cámara, con ojos llenos de terror. En un determinado momento, la cámara fue colocada sobre un pie y entonces pude ver casi todo el recinto. Parecía un laboratorio, estantes, elementos de cristal, y además había muchos bisturíes de distintos espesores y tamaños. Eso me hizo pensar que tal vez no fuera una cámara forense, sino de otro tipo. En determinado momento, unas manos dan vuelta el cuerpo como si fuera una muñeca y empiezan a cortar la piel, en una forma tan sutil y meticulosa que mi primera impresión fue que el dueño de esas manos la estaba despellejando. Efectivamente, el proceso siguió su rutina y entonces me dije que no era una filmación forense, sino un trabajo de taxidermia.
En mis ratos libres practico algo parecido, en un tiempo estuve tentado de hacer taxidermia, pero después me convencí que era algo morboso, conservar la cáscara de algo que una vez estuvo vivo, no me pareció ético, así que me decidí por armar esqueletos de pequeños roedores o peces y fue así que me contacté con el museo de Antropología.
Me serví un oporto y lo bebí de un trago. Debía llevar la grabación a la Policía… ellos no sabrían que hacer –me dije en voz alta.
Tomé el teléfono para llamar a Robert, la cabeza me daba vueltas, pero entregar el material sin saber por qué la filmadora volvió a mis manos a través de la sección de objetos perdidos y no personalmente, me inquietaba. En los folletos estaban mis datos, así fue que me habían encontrado. Eran muchas preguntas sin respuesta las que se presentaban, debía saber la verdad, antes de entregar el testimonio.
 
Casualmente Robert tenía unos días libres en la Universidad. Estuvimos en casa mirando la filmación, tomando datos, revisando la técnica del taxidermista, pero también tratando de localizarlo. En ningún momento la cámara desenfocó el trabajo, así que no pudimos ver el exterior del recinto.
Seguimos tomando Oporto y nos dividimos las tareas, él se encargaría de ver el recorrido de la línea B del tren y yo vería si había algún taxidermista en esa zona. No había mucha prisa por deducir nada porque no era algo de vida o muerte, así lo pensamos. La mujer ya estaba muerta cuando el hombre le cortó limpiamente la cabeza, conservando todos los detalles. A la mañana siguiente recibí un correo de Robert que me indicaba el recorrido, entonces me puse a buscar en la zona y lo único que encontré en el directorio fue una tienda de mascotas.
Decidimos ir los dos, al cabo ya lo había involucrado. Al entrar vimos una cantidad de mascotas vivas en sus jaulas, desde pájaros a ratas, pero todas vivas. Al fondo había una sección de taxidermia y nos miramos sin hablar con Robert. Tocamos la campanilla y demoró en aparecer un hombre fornido, de unos cincuenta años, canoso, de manos grandes, un delantal anunciaba que estaba en plena faena. Empezamos preguntándole por unos pájaros y terminamos hablando de taxidermia, que era el tema que queríamos tratar.
Nos trató de convencer de llevarnos unos hermosos ornitorrincos y unas ardillas muy decorativas, pero acordamos en no llevar nada antes de entrar a la tienda.
No sabíamos cómo encarar el tema así que fui directamente al grano.
            - ¿En qué horario trabaja en taxidermia?
No contestó. Nos miramos con Robert como buscando preguntas. Decidí hacerle otra.
            - ¿Qué tipo de animales conserva?
Silencio.
            - ¿Lo realiza en humanos?
-Usted es el tipo de la cámara, sin duda –agregó. Esperaba que viniera solo, pero se puede arreglar.
Nuestro primer impulso fue salir corriendo, entonces le tomé el brazo a Robert y dije como para disculpar la intromisión.
            -Yo trabajo para el museo de Antropología, por eso le pregunto.
Eso lo fue lo último que recuerdo, eso y un suave perfume que nos cubrió como un manto.
 
Al despertar, me encontré sentado en una posición ridícula, frente a mí Robert, aun dormido, nos encontrábamos dentro de una cámara de refrigeración. Se sentían ruidos externos, traté de gritar, pero estaba con el cuerpo adormecido, me di cuenta que no podía moverme. Igual que la mujer –pensé.
Se abrió una puerta y apareció el carnicero junto a un señor muy atildado, de traje negro, anteojos oscuros, guantes y muy elegante. Conversaban.
              -Aparecieron dos –dijo el taxidermista.
              -No hay problema –agregó el cliente. Necesito uno con cara de inteligente.
El taxidermista me señaló a mí.
              -El otro ¿cara de qué tiene? –preguntó el hombre.
               -Cara de nada –contestó el carnicero.
Entonces me di cuenta que Robert en realidad tenía cara de nada, parecía anglosajón, con un toque de judío. Parecía moreno, pero era castaño, de cabello ondulado, sin gracia. Parecía diplomático, pero podría ser sanitario.
 
              -La paga será doble.
         -Convenido –dijo casi sin mover la boca- y agregó –la mujer y el hombre con cara de inteligente estarán sentados y tendrán de mascota a un coyote. El otro hombre con cara de nada estará paseando a un cocodrilo.
Pensé qué era ese tipo de conversación, Robert seguía desmayado. Al cabo de un rato me enteré de la realidad del cliente porque se puso a conversar por teléfono con un operario. 
 
El señor en cuestión tenía un gran Parque temático en un amplio patio cerrado donde realizaba representaciones con personas y sus mascotas como si fueran muñecos. La gente pagaba por ir a ver a ¿personas? Pasear a sus mascotas muertas. Pensé qué harían con la parte del cuerpo que no le servía, porque solo la piel es necesaria, pero me dije que mejor sería no pensar en eso. Tal vez alguno de mis alumnos me reconociera algún día.
 
Lástima que Robert sigue dormido, se perdió lo mejor, por eso digo que es difícil salir de esta situación. No puedo mover mi cuerpo, pero estoy despierto, vivo y escucho, esa es la peor de las muertes.
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