top of page
DIOSES ASCENDENTES
Marina Faraone 
 
 
Una torre con un puñado de mundos conformaba el universo. En lo más alto se hallaba el cielo, donde vivían los dioses superiores. Debajo, en cada piso, un dios en ascenso gobernaba. Cuando los dioses ascendentes alcanzaban cierto nivel de energía, conocimiento y aptitudes, podían cambiar de mundo y elevarse, aunque desde luego para ello debían deshacerse de alguien.  
Yok estaba orgulloso de su desempeño y no sabía ni le importaba a dónde iban los dioses que desplazaba, quizás a los mundos que él dejaba atrás, quizás a otro lado, ese no era su problema. Había cambiado de mundos más rápido que nadie, subiendo incansable, consumiendo la energía de aquellos lugares en los que había estado, con el hambre del competidor más osado. Hoy estaba en el penúltimo de sus pasos y miraba para arriba mientras succionaba y secaba la vida del peldaño en el que se erguía. Se extendía sobre él, el más colorido, amplio y deseable mundo: Un lugar lleno de vida, tranquilidad y dicha, donde los habitantes proliferaban felices, una bomba de poder que lo llevaría al cielo en un santiamén. 
 La diosa que custodiaba aquel mundo, Mona, sería fácil de desplazar. Ella estaba allí desde hacía tiempos inmemoriales y jamás era perturbada. Normalmente, los dioses que habitaban debajo de ella quizás estaban más preocupados por defender lo suyo antes que de desafiarla, o tal vez, no se sintieran confiados de enfrentársele.  “Cobardes”, pensó Yok que estaba seguro de que ella no tenía ambiciones y de que hacía mucho tiempo que había olvidado lo que era competir, envuelta y embriagada por la seguridad y superficialidad de aquel lugar del que había hecho su morada de paz, un sitio repleto de sueños, ilusiones y nubes de algodón, trivialidades absurdas. 
Yok, cuando estuvo listo no esperó ni un segundo, dio un salto y golpeó en la puerta de Mona. Mona le abrió y lo miró con seriedad de arriba abajo. 
     –Eres tú –dijo–, el chico nuevo. 
Yok sintió su vanidad rebosante al saberse conocido. 
–Vengo a tomar tu mundo –dijo. 
–¿Quieres arrasar mi mundo como has hecho con todos los que has pisado, sólo para alcanzar el cielo? –preguntó ella. 
–Pues sí –respondió él con tono aburrido. Despreciaba la cháchara antes de empezar, la consideraba una pérdida de tiempo. Sin embargo, algo en las frías y blancas facciones de su interlocutora se imponía y lo llevó a expresar–: ¿¡Qué importan de todos modos!? 
–Pues si crees que ninguno de los mundos que has pisado, de los cuales debías hacerte responsable, no importaron y que sólo estaban allí para ayudarte a ascender, entonces aún no estás preparado para estar aquí y mucho menos para entender que no deberías siquiera querer desafiarme. 
–Pero estoy aquí –respondió él y sonrió burlona y socarronamente–. Creo que debes dejar de decir tonterías y apañarte ¿comenzamos ya? 
–¿Estás seguro de que estás aquí, Yok? –pregunto ella con seriedad. 
–Estoy seguro de que estoy aquí y de lo que quiero –dijo él casi enfadado, perdiendo la paciencia. 
–Bien, entonces comenzaré. Como eres tú el desafiante, sabes que me toca dar el primer golpe. 
–Desde luego –respondió Yok muy acostumbrado ya a aquel juego que le encantaba. 
–Bien –volvió a decir Mona y extendiendo sus manos sacudió éstas y de ellas brotaron infinitos mundos como el de ella, hermosos, relucientes y muy nuevos, que se interpusieron entre el suyo y el cielo, elevando la torre hasta el infinito. El mundo de Yok, ese que él había consumido último, debajo del de Mona y al igual que éste, quedaron entonces, en comparación con el todo, casi al inicio de la base de la torre.  
El universo conocido había crecido gracias a Mona, estirándose, mundo sobre mundo, hasta niveles que hacían al cielo inaccesible para todos aquellos que se dedicaran a ascender por toda una eternidad. Cuando de los dedos de Mona ya no brotaron más mundos, ella con una sonrisa tierna y maternal le dijo–: Es tu turno para intentar tomar mi mundo, aunque creo que te lo daré si verdaderamente lo quieres.  
Yok estaba asombrado, paralizado y ciertamente muy enojado. Aquella arpía no había vencido, sólo lo había vencido a él. Había apartado de sus manos la meta, así que, ¿para qué demonios le serviría ahora el mundo de ella? La miró con el odio más visceral, y sin mediar palabra, de sus manos hizo brotar un rayo asesino que se hundió en el estómago de la vieja diosa. Mona se dobló en dos al recibir la descarga y murió al instante. Aquello no hizo más feliz a Yok, quien entró al mundo de Mona, ahora su mundo, pero sin observarlo siquiera, pues miraba para arriba, al eterno universo de pisos que se agolpaban sobre su cabeza sin fin. Las puertas del cielo ya no se distinguían siquiera y Yok lo había perdido todo, pues era imposible para él deshacer aquella magia. 
 El joven dios se sentía devastado, bajó la vista, miró a su alrededor y la visión de la pradera verde invadió sus pupilas llenas de lágrimas. Se sentó sobre el césped a llorar su miseria cuando una voz se coló en su cabeza. Era un aviso del cielo: un nuevo miembro había atravesado sus puertas y le daban la bienvenida. Mona era ahora un dios superior, habitante de la cumbre. 
 Yok sintió su corazón y su alma despedazados, burlados, pisoteados. Mona no sólo había apartado el proyecto soñado de sus manos, sino que se lo había robado para tomarlo ella… ¡¿Y debía respetarla y adorarla?! ¡¿Debía admirarla por eso, por ser ahora un ser celestial?! Meditó enfadado y comenzó a destruir el mundo en donde se hallaba, tomando hasta la última gota de energía, secando y consumiendo la vida completamente para obtener poder de él y del deleite de vengarse, aunque fuera solo un poco de Mona destruyendo su creación, o al menos una de sus creaciones. Cuando terminó se sentía fuertísimo, excitado, un súper dios, y había comprendido en ese éxtasis algo evidente: La muerte era la entrada al cielo. Desde luego todo aquel asunto de ascender mundo a mundo era apenas un chiste, una burla para entretener a los primerizos. Ahora lo veía claro. Llevó sus manos a su pecho y se dio una descarga mortal. Murió casi sin notarlo. 
Cuando Yok volvió a la vida estaba de nuevo en los inicios, en el mundo más inferior de todos. Un desierto casi sin energía. Algo había ido mal con sus suposiciones. Miró hacia arriba y sólo se veían algunos cuantos mundos con claridad, los demás se esfumaban en el eterno y alto infinito. Sintió de nuevo ganas de llorar, pero esta vez no lo hizo, sino que se quedó mirando hacia lo alto. Estaba sinceramente destrozado, ya ni siquiera tenía fuerzas para sentir rabia alguna, por lo que por primera vez observó de veras los mundos y en su abatimiento comprendió entonces que cada uno de ellos se veía mejor cuanto más alto se encontraba, él siempre había sabido que cada mundo, escalón por escalón, contenía un poco más de energía vital que el anterior, pero nada más. Desde luego, aquello era debido a los cuidados de cada dios que los poseía. También se dio cuenta de que los mundos parecían moverse. Así, comprendió que no sólo los dioses ascendían o descendían, sino que también los mundos lo hacían, y comprendió que los verdaderos dioses ascendentes no eran nada como él, pues de algún modo obtenían más dando que quitando, bajando y subiendo en vez de apenas subiendo. Entendió que cada dios era el reflejo del mundo en el que se encontraba. Y fue ese día, en que se originó el verdadero ascenso de Yok. 
 
 
bottom of page