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AFUERA EL SOL ESTÁ OCULTO
Brian Webster
No me acuerdo cómo llegue a esta casa; afuera el sol estaba oculto y yo estaba cansado, muy cansado. Probé forzar diferentes puertas de la cuadra abandonada, hasta que una cedió y logré entrar. Hacia más frío dentro que fuera, me pareció; mi boca exhalaba vapor de agua y no sentía las puntas de mis dedos. Atravesé el zaguán y abrí la puerta cancel para encontrarme de golpe con la inmensidad de un living tejido de sombras y aire restringido. Ya había encontrado un techo para resguardarme y sin embargo me urgía latente salir corriendo y probar suerte en otro lado. No, ya estoy acá, pensé. Miré hacia atrás, la mayólica grisácea del zaguán pudo haber sido de otro color alguna vez, cuando había más luz, pero ahora que el sol estaba oculto, solo veía matices de blanco y negro. Volví mi mirada hacia delante, hacia el abismo de un pasillo que parecía devolverme la atención.
Di mi primer paso, los ecos resonaron a los lados en dos habitaciones de puertas cerradas. Un segundo paso despejó las irracionalidades hasta llegar al umbral. Las paredes cubiertas de telarañas dibujaban un espiral que terminaba en la enorme puerta de roble al fondo. A mi izquierda la siniestra presencia de una cocina intacta, con olor fermentado de fruta podrida y hongos en la hogaza de pan. En las latas cerradas, al menos, encontré saciedad. Volví al living, ahora escuchaba voces familiares, pero estaba solo, supuse que las sonrisas condescendientes seguían burlándose de mí por lo que decidí distraerme explorando los cuartos del living. Abrí la puerta de uno que se parecía el antiguo cuarto de mi abuela. La otra habitación era insípida pero tenía más frazadas. Las llevé al baño y dormí la primera noche ahí. Había usado las latas y una cuerda atada al picaporte de la puerta del zaguán, el ruido me avisaría si alguien más entraba. No hubo ruidos hasta que me desperté. Mis sueños me llenaban de intriga.
Me levanté cuando ya no tenía más cansancio. Con fuerzas renovadas decidí abrir la puerta de roble. Para mi sorpresa, el resto de la casa era tan grande como lo que ya había visto. Ese nuevo pasillo distribuía tres habitaciones en cada lado. Entré al comedor a mi derecha, vi todas las sillas tiradas y la mesa puesta para siete comensales, la silla en la cabecera le faltaba una pata y al apoyarme en la mesa, esta estaba desequilibrada. Pasé a la siguiente sala y vi el fugaz destello de un vestido blanco contra la ventana. Había también un piano de cola desafinado, y no más que recuerdos de la música que alguna vez se oyó. En el siguiente cuarto había una acumulación de cuadros agobiante. Casi no había espacio para caminar, ni luz para apreciarlos. Cerré la puerta y abrí la que estaba en frente. Otro dormitorio, vacío salvo por una vela en el medio. La encendí y el cuarto vacío se llenó de luces y sombras cálidas que desaparecieron cuando salí al pasillo. Abrí la siguiente puerta a una biblioteca inmaculada, con la mayoría de libros en idiomas que no domino, de historias que no me interesan y palabras que no quiero repetir.
Entré a la última habitación, la contigua a la puerta de roble, la que estaba frente al comedor. Encontré un escritorio lleno de papeles y carpetas cubiertas de polvo. Afuera estaba nublado, el sol estaba oculto, pero a contraluz de la ventana me pareció ver el contorno de alguien semejante a mí, escribiendo sin cesar en un cuaderno sobre el escritorio, absorto a mi presencia y a todo el ruido que ocasioné. ¿Cómo no lo vi al entrar? ¿Cómo no me vio entrar? Volví mi mirada a la puerta un segundo, llevado inconscientemente por ese desliz en mi atención, y nuevamente el escritorio estaba desocupado salvo por los papeles y el cuaderno. Comprendí entonces que la curiosidad es la respuesta hermana del miedo, que se viste de valentía en vez de cubrirse con temor. Me acerqué, tomé el cuaderno y leí el principio de la última página escrita:
“No me acuerdo cómo llegue a esta casa; afuera el sol estaba oculto y yo estaba cansado, muy cansado…”
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